Claudio Araya Sotomayor
Estoy aprendiéndo a usar la página...a alguien se le ocurrió modernizarme...
REENCUENTRO CON MIS COMPAÑEROS DE COLEGIO...26 AÑOS DESPUÉS
Son la 5:40 de la madrugada del día sábado 18. Desperté recordando la reunión de ex compañeros del colegio que tuvimos el jueves 16 de noviembre, después de 26 años de haber salido de él. Previo a esta situación he estado muy atento a una noticia que dieron en CNN donde mencionan que la gran enfermedad del siglo será la demencia senil del tipo Alzhaimer, y es en este punto donde toma fuerza esta reunión del recuerdo estudiantil. También he estado muy sensible al tema después que mi amiga Bernardita Rodríguez, esposa de Víctor Allendes, me planteó que viéramos y lloráramos juntos, la película “Notebook”, conocida también como “El Diario de Noa” o “El diario de una Pasión”. Es una historia romántica donde el marido le va leyendo, diariamente, a su mujer, el libro de vida que ella escribió con la historia de su amor y que, en la actualidad, esta con Alzhaimer. Él busca que su mujer pueda recordar la historia amorosa de ambos, aunque sea por cinco minutos. Por ese pequeño tiempo de recuerdo valía la pena pasar la vida leyéndole.
Esta situación me ha motivado tremendamente a escribir, en la medida que la memoria y la emoción me lo permitan, todas estas experiencias que consientan introducirme o vincularme con la emoción. Y desde esa perspectiva me fue en extremo grato reunirme con este grupo de compañeros de colegio en el recuerdo adolescente y a las travesuras estudiantiles. Sostengo permanente comunicación y contacto con mis amigos Ignacio, Víctor y Roberto; de ellos surgió la idea de reunirnos avocándose a la tarea de contactar a las personas para dar paso al festín. El punto de reunión fue el “Eladio” de Av. Ossa, restaurante reconocido por sus carnes y otros embelecos gratos para el paladar. Fuimos llegando de pequeños grupos, yo venía de la inauguración de las obras de Roggerone, en el museo de Bellas Artes, y esa fue la razón por la que llegué un poco distante de la hora convenida. Sin embargo, estaba ansioso porque temía no recordar algunos nombres o no reconocer algunos rostros, efectos colaterales de una meningitis que tuve hace algún tiempo. Sin embargo mis miedos fueron mermando en la medida que el Dios Baco manifestaba su presencia a través de buenos mostos chilenos y estábamos próximos a sucumbir a nuestro espíritu sibarita, frente a una carta variada de buenas carnes y exquisitos postres.
Como telas de cebollas nos fuimos despojando, una a una, de nuestra “realidad-presente” para dar curso al recuerdo adolescente. Poco a poco fue surgiendo el niño interno, el adolescente. Todos nos queríamos subir a las historias mencionadas, todos éramos los héroes, todos éramos los protagonistas de las acciones y de las travesuras que se señalaban. En todo ese desorden de emociones y vivencias surge, con la fuerza que lidera al cargo, el último presidente de curso, su excelencia, Sr. Iván Jara. Reconozco no haber salido de 4º medio, me salieron en 3º, pero, aún así, viví las historias del Señor Presidente como si hubiese sido parte de sus subalternos y colaboradores. Sin duda debe haber sido el mejor gobernante, el presidente ideal para el momento que vivía un curso que estaba presto a salir a un mundo de responsabilidades y construcción definitoria. Un presidente amigo de Baco que, sin el control de su directorio, podría haber terminado las reuniones en una bacanal. Escuchar a mi amigo Víctor, lo es desde el kínder de la tía Hilda, contar sus cuentos que cada año aumenta, o desvirtúa un poco, para hacerlas, aún, mas entretenida. Observar a Ignacio, mi mejor amigo del colegio, que todavía sigue siendo ese gigante cariñoso que busca proteger y cuidar a sus amigos. Me reí con el recuerdo que se hacía de él como ese matón de barrio, como ese anárquico social y al que le debo el haber conocido ese mundo de imprudencias y riesgos que jamás me hubiese atrevido a realizar en mis cinco sentidos. Ese mundo “under” de los arquitectos, pero muy sofisticado a la vez. Lamenté que Roberto no hubiese podido asistir; la verdad es que siempre, en nuestras conversaciones, me conduce a las profundidades de Kundera, en su obra “La Insoportable Levedad del Ser”, estableciendo reflexiones existenciales para compartir ideas filosóficas. Es muy típico de Roberto. Lejano quedó el recuerdo cuando yo le pegaba en 7º básico, hasta cuando regresamos de las vacaciones, llegó más crecido y con una nariz que yo no reconocí, y ahí nos trenzamos a golpes por última vez…salí perdiendo. Seguramente esa nariz nueva le dio la fuerza que la criptonita le daba a Superman, y “el alce” me sacó la cresta.
Fui recordando, en la medida que contaban las historias estudiantiles, a cada uno de los comensales; el cómo yo los percibía colgado desde el dintel de mi clóset. Fue una muy bonita época para mí; conocí personas en ese colegio con las cuales fui construyendo una amistad profunda, sana y enriquecedora hasta los días actuales. A través de esas experiencias adolescentes fui forjando valores importantes que me han hecho ser mejor persona y que son coincidentes con los amigos ahí reunidos. También, por momentos, se me viene a la memoria la figura del Padre Felipe Barriga y su jeep rojo, quien permitió mi primer acercamiento con ese mundo de miseria de las poblaciones suburbanas de Concepción, donde aprendí el valor de la solidaridad, sin ese resentimiento de la izquierda extrema que me resulta insoportable.
Con todos estos recuerdos, más otros que tengo escrito, lo único que me queda es esperar que mis sobrinos, con los que tengo excelentes relaciones, tengan la paciencia de leer mis escritos, los que yo recordaré como “mis tiempos de gloria”.
DOS HOMBRES: UN CAMPO DE BATALLA
Observaciones: este texto lo escribí motivado por entender el proceso de mi ego. Nada más interesante es el observar como nuestro instinto natural, en ocasiones, manda por sobre nuestras convicciones personales y/o aprendidas y no por ello significar una gran lucha personal. Este es la experiencia real y propia. Noviembre del 2000
Despierto recapitulando, meditando. La noche anterior, burlando la seguridad ciudadana, cobija mi departamento una conversación llena de miedos, incomprensiones y por qué no decirlo, de una sexualidad animal excitante. Fluyen libremente los cuestionamientos, las preguntas sin réplica, y respuestas precediendo a un supuesto pensamiento predictivo. Estaban dos hombres enfrentando sus fantasmas, sus monstruos. Dos hombres instintivamente luchando por recuperar sus formas, sus máscaras. Dos hombres tratando de vestir lo desnudado.
Todo comenzó cuando recibí a principio de noviembre, a las doce diez de la noche, un curioso llamado... ¡aló, alcancía Araya!. Pensé que alguien me hacía una pitanza telefónica hasta que descubrí que mi interlocutor estaba confundiéndome con mi hermano menor, con el que tenemos casi el mismo timbre de voz. Se identificó y rápidamente lo ubiqué en tiempo y espacio. ¡Claro que lo había visto!. Años antes estuvo en mi departamento, junto a su mujer. Una pareja feliz, sin duda. El marido me pareció agradable en lo amable de su expresión, a pesar de su uniforme. En esa oportunidad, recuerdo, pensé en lo dicotómico de su personalidad. Estábamos en pleno gobierno militar, ellos arremetiendo contra su propia gente, un gobierno intolerante con la idea divergente, una agresividad incontenida expresada en desproporcionados castigos a la población, abusos de poder; y aquí, en mi casa, frente a mí... un hombre de apariencia bueno, de expresión cálida, adecuado..., uno de ellos, y al que despreciaba por lo que representaba. Llamó, entonces, mi atención la divergencia con mi pensamiento inicial.
En aquella reunión evité, a todo evento, entablar conversación con cualquier compañero de armas de mi hermano, temeroso de no poder rehuir mi expresión despreciativa hacia el uniforme. Simplemente escudriñaba cada gesto, cada movimiento, cada palabra de los invitados. Pronto di cuenta que él me miraba y en sus ojos interpreté ironía, un mensaje grotescamente mansilloso. Sin embargo años pasarían, hasta ayer, para descubrir lo errado de mi interpretación. No había, de su parte, una actitud acusatoria. Solo fue la propia inspección de reconocimiento, un interpretar la contra transferencia, un franquear las propias emociones, mirar el propio espejo. Sin duda en esa oportunidad reconocimos en el otro lo que nuestra pulsión esencial nos determinaba. Calladamente despreciábamos lo que naturalmente nos era propio.
Rumbos desconocidos tomó la conversación telefónica buscando el argumento común. Expectante seguía cada palabra pensando la siguiente, mi cuerpo se retorcía sobre la cama buscando asir desesperadamente la negación de mi instinto. Mi hermano, para los dos, fue el argumento subrepticiamente apropiado para la ocasión. Convenimos juntarnos, en fecha próxima, con dos amigas para justificar nuestro encuentro en las lides del sexo. Recuerdo que pensé lo excitante de la conversación, lo tácito de la llamada. En fin, los códigos aprendidos en el proceso de socialización jugaron fuertemente para encubrir nuestra propia perversión.
Pasaron unos diez días, cuando, con la coartada apropiada lo llamé: tenía las dos amigas para justificar el encuentro, situación que jamás se daría. Su voz acusó sorpresa, expresó conformidad con la situación y preocupación por la identidad de las mujeres que facilitarían el encuentro y que nos obligarían a un acto combativo animal. Acordamos juntarnos el primer día de la semana siguiente, a las ocho y media de la tarde. El día acordado recibí un llamado de él, seis horas antes de la cita. El tenor de aquella llamada era adelantar nuestro encuentro, los dos solos, frente a frente para conocernos y con la secreta esperanza de descubrirnos ante un buen vaso de wisky Ballantines. Llegó molesto, furioso por un choque de tránsito del que fue victima en el trayecto a nuestra cita. Pensé inmediatamente en que las estrellas no se habían conjugado, lo que determinaría en él un posible condicionamiento negativo a lo que inconscientemente anticipábamos.
Sonó, por fin, el citófono; me erguí en mi cama donde la lectura de un periódico me alejaba de la esclavizante suposición deductiva. Me preguntaba... ¿Cómo será físicamente él?. No recordaba sus características estructurales, sí sus ojos y la insolencia de su atisbo. Abrí la puerta y nuestras miradas se detuvieron escrutadoramente en el otro, nos abrazamos fuertemente. Fue ahí, en ese momento, cuando tuve certeza de mi equivocación perceptiva de antaño y de la confirmación de mis deseos-temores de este nuevo encuentro. Frente a frente dos dictióforos atentos a tirar la red al adversario en el momento más oportuno. Ahí estábamos los dos a ojo cruzado, sin atrevernos a bajar nuestras miradas en un afán de reconocimiento anatómico. Buscó el subterfugio del choque para que saliéramos de mi departamento, nada podía importarme menos; asentí a ello sólo para tener la oportunidad de observar su forma y tener un tema armonizador del primer encuentro con un desconocido. Pasé mi mano por las heridas del vehículo aún cuando mi mirada recorría pusilánimemente su cuerpo cobijado en la complicidad del carro. Siempre hay que tener cuidado con los reflejos de vidrios y espejos, ellos siempre representan verazmente lo retorcido y oculto, y nosotros estábamos en ello.
Reconocí la expresión de sus ojos, no así su físico. Sin duda él estaba bastante más grueso que cuando lo conocí, hace unos doce años atrás. La estrechez de su ropa mostraba groseramente lo apócrifo de su anatomía. Pareciera ser que los uniformados, en su afán expositivo de virilidad, tienden a evidenciar en forma burda su caudillaje en las lides de la conquista. Bien armado llegó el hombre a casa equivocada. Nada mas lejos a mi estimulación.
Aunque venía sin su uniforme, hablaba como tal. Retórico sofista enemigo del sentir, o en su defecto, alexitímico. Poco a poco fuimos dejando atrás la forma para entrar en el fondo. Nuestras miradas, a fuego cruzado, eran simplemente una mezcla excitante de miedos, expectativas, sexo, barreras y deseo. Comunicábamos a dos bandas, verbal y corporal; cada una distante de la otra. Por un lado múltiples temas carentes de cohesión salían de nuestra boca. Por el otro, nuestros cuerpos expresaban deseo, curiosidad, dominancia y un deseo fulminante de abrazar y entregarse. Una vez más Eros y Tánatos unidos en poético réquiem.
Pronto fuimos introduciéndonos libremente uno en el otro, en la medida que nuestros muros defensivos iniciales, compasivamente, nos iban permitiendo nuestra apetencia. Cogitar sobre lo que estaba presto a ocurrir no tenía cabida, solo desear que las situaciones libremente ocurriesen. Nada mejor para ello que invocar a dios Baco como un guía sentenciador dejando fuera los pensamientos culposos y explicativos, en el secreto anhelo de burlar la verticalidad del mando y a la analítica psicología. Dos personas, dos mundos, los mismos deseos, los mismos temores, la misma valentía. Una a una, como ropa vieja, iban nuestros propios deseos y convicciones declinando hacia un lírico canto con un final tanatoídeo.
Como cupidos epistoleros, la embriaguez y el humo cantaron salmos de placer, entrega y libertad. Eros invocado, en actitud magnificente, llama al acto apicicular. Dos seres temerosos, inoculados sociales, protegidos en burdas coartadas dan paso al éxodo propio e innato de la especie. Su mano, antes poseedora de mando y autoridad, tiembla sobre la mía y la hace dulcemente propia. Mi cuerpo forastero yace frente al espejo en dulce himeneo, danzando junto a él en rito dionisiaco. Sublime y atormentador es el placer de lo prohibido. Dos hombres, dos seres, dos fuerzas, dos cuerpos abrazados en una misma perversión.